Los pasillos del hospital son interminables. En ocasiones,
cree que es un personaje de una película de Amenábar. Ni un ruido en el entorno
salvo el eco de sus pasos resonando sobre las losetas.
Decenas de puertas
cerradas o entornadas, tan vacías como el ánimo de las almas que las traspasan.
Es deprimente la visión de un hospital, el olor, la sustancia de su esencia, el
dolor que traspasa sus paredes, las ilusiones perdidas de los enfermos
terminales, de los peregrinos ocasionales que caminan por sus entrañas, como va
él caminando, deambulando como un espíritu ausente por las veredas de los
camposantos.
Con la
mirada errante y el cansancio cosido a la piel llega al rellano de los
ascensores, donde seis fauces corredizas encierran cuerpos metálicos que suben y
bajan entre los límites del cielo y la tierra
Planta quinta, habitación
quinientos treinta y dos.
Los celadores le observan, indiferentes, mientras
susurran con sus guantes embutidos, dispuestos a sujetar los cuerpos inertes que reposan en
el área de neurología.
“La muerte tiene una
mirada para todos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como ver que emerge de nuevo
un rostro muerto en el espejo,
como escuchar un labio
cerrado.
Descenderemos al
remolino, mudos.” ../..
Cesare
Pavese