domingo, febrero 24, 2019

LETRAS AJENAS: ALEJANDRO CÉSPEDES



A mí, que fui una luz,
                         la luz me mata.

Pocos autores arriesgan tanto en la creación. Pocos no se quedan estancados en estilos repetitivos. Pocos, muy pocos, se atreven a lanzarse en trapecios sin red en cada obra que gestan.

Pero hay un autor que lo lleva haciendo hace muchos años y, a cada pirueta literaria, el asombro y la respiración se aúnan para detenerse en ese espacio inexplicable del placer de la lectura.

A Alejandro Céspedes se le podrá tachar de muchas cosas (puede que, incluso, tenga algún detractor) pero nunca habrá que negarle esa capacidad de ingenio infinita, ese apostar por temas innovadores o  delicados, o ese fluir permanente para buscar nuevas formas en la poesía (tanto en temática, como en estilo, como en lenguaje)

Las caricias del fuego se llama la última belleza que han moldeado sus inquietas ideas. Las caricias de un amor destructor y egoísta, de horror y repudio, de locura y lucidez. Las caricias escritas que, trasladadas en imágenes, absorben al lector/espectador en multitud de sentimientos y sensaciones, obligando al mismo a ser partícipe activo de oníricas realidades (nada más real que las pesadillas que suceden realmente y que son cometidas por ese monstruo llamado ser humano).

Viene este libro con un apoyo en imágenes de un mérito excepcional: toda la grabación en película de partes del texto ha sido realizada por personas aficionadas (incluso la realización de la misma) resultando un trabajo más allá de digno y con una sensación de estar ante un proyecto colosal de muchas horas y de un trabajo exhaustivo. El libro se vende con un pincho para poder disfrutar de dicha película junto a la lectura del mismo.

He aprendido a amansar sus estampidas
construyendo en mi cuerpo dos Aurelias idénticas.

Aurelia, Aurelia, Aurelia...niña de descubrimientos siniestros, de caricias repugnantes, de paseos oscuros.

Ya está aquí. Huelo la podredumbre de su aliento.
Va acercando su hocico a mi entrepierna porque está en celo siempre, como un perro habituado a predecir los días en que ovulo.

 Aurelia, Aurelia, Aurelia..mujer de incertidumbres y negaciones, de llamadas y miradas, de locuras presentes.

A  través de esta garganta enronquecida
solidifica el aire que respiro.
Escupo el desperdicio
de mis propias palabras,
pero igual que cemento encarroñado
se agarra a los anillos de mi traquea.

 Aurelia: víctima y verdugo, verdad y leyenda, historia conclusa.

He llegado hasta aquí y soy ante mis ojos
la materia que rellena los huecos de mi lástima.

Doy gracias, al final, frente al espejo,
de haber permanecido a oscuras tantos años.

¿Discutir la diferencia entre artista o creador? Ningún humanista pondría duda a la cuestión y, aún así, parece que algún iluminado lo hace.
Alejandro Céspedes no se limita a trasladarnos, con más o menos maestría, lo cotidiano o lo extraordinario con palabras bien trabajadas. Va más allá: arriesga. Y el órdago lo gana con buena mano.

Las caricias del fuego se quedará siempre como una obra inmensa que estremece y que consigue que el lector participe activamente de un texto donde siempre ha de tomar parte y juzgar pero donde, desgraciadamente, no puede remediar que su veredicto final no influya en el resultado.

El pasado tiene muchos puntos oscuros. La sociedad de hace casi cien años no es la misma que la de hoy en día. Pero lo que nunca cambiará será la figura del depredador. La despreciable y nauseabunda figura que puede marcar una vida entera, trastornándola totalmente.

Es la hora de leer poesía. No la que se amontona en los lineales de un gran hipermercado si no la que hace que aún nos quede esperanza de pensar que escribir un poema va más allá de contar banalidades en un diario adolescente que luego se publicará.

Es la hora de Las caricias del fuego.

Estoy en el futuro.
Entré aquí maniatada.
Os escupo los sueños que me distéis.
Fue el engaño como una profecía
que, repetida tanto, se ha cumplido.

Ya soy lo que quisisteis.
Soy de nadie.