Todo tiene su nombre y su forma
excepto la forma de la palabra que nunca se escribe por miedo (sinónimo de temer y antónimo de realidad) a la maduración de las metáforas recitadas, al rechazo de
lo tangible, a la posible marea definitiva.
La forma de las canciones con nombre
de mujer es curva como el arco tenso de un cazador de nubes.
Y la alegría pegadiza de los anexos,
un canto a los próximos días de distracción, ocio y reencuentro: mentiras
maquilladas.
Aristocráticamente formal, el viento
cimbrea el cuerpo voladizo mientras las dunas contestatarias mueven sus
siluetas, al compás de la incógnita, e insinúan un abrazo áspero sobre las
piernas.
Tiene el viento arrancando su piel y
el frío escarbando sus entrañas.
Por
eso se ha puesto de acuerdo con el pequeño duende de los jueves y comienza a
editar sílabas entrelazadas, frase tras frase, párrafo tras párrafo,
envolviéndolas en un papel de regalo imaginario que flotará por las ondas
invisibles de lo remoto, sobre alfombras mágicas tejidas con cabellos y
estambres, esperando que ningún miserable las espíe.
Ningún miserable asexuado rompiendo cristales de qué será.
Que no rompa ese abrigo.
Que no rompa ese abrigo.
Por eso se arrastra, salamandra inquieta, ante el viento que escupe la furia de poniente: para volar y perderse
acompañando a la felicidad desorientada.
Porque no es más que un acompañante
subversivo y guardaespaldas.
Pero acompañante.
Pero acompañante.
Y se acabaron las batallas porque ya no es su guerra la que luchan otros.
Aunque en las adversidades se siga encomendando a San Fortunato, patrón de los nicotínicos.
Antes de cuánto y cómo, de porqué, de y si .
Ahora ya lo sabe y ya no lo sabe.
O quiere saberlo y no quiere saberlo.
¿Qué más da?
El mundo sonríe bajo su pisada.
¿Qué más da?
El mundo sonríe bajo su pisada.