Cierran la puerta.
Tras la espera nace una
intimidad sietemesina donde los vasos reflejan los últimos rayos de sol.
Primavera.
En la avenida ronronean
corazones cabalgados. Apenas un murmullo habitual de regreso, misiones
cumplidas, rostros taciturnos y tumefactos, maldiciones imaginadas.
Nada existe entre los dedos
salvo el cabello deslizándose, nada perturba la inexperiencia salvo el miedo al
suceso inmediato.
Una risa en la habitación.
Hielos desbordados al
olvido, al desinterés de todo aquello que no sea la música.
Y los labios.
Y la carne iridiscente que
ilumina el atardecer, los juegos, el atrevimiento.
Las huellas concisas
grabadas en el túnel del vértigo.
Un dolor.
Una quimera.
Una ilusión desgajada de la
fruta del futuro.
Muchos años después no
recordarán sus nombres.
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