Teclea con dedos torpes las
letras que levitan en el teclado de la pantalla. No tiene ganas de dar
explicaciones y se deja arropar por el aura aislante que desprende para las
grandes ocasiones de tristeza.
No necesita que le enseñen el
origen de la piedra filosofal, ni el estallido primario que hizo surgir el
universo, ni las doctrinas tántricas del bienestar o la entereza que dan la paz
y la vida. No necesita que le abofeteen literariamente con un guante de seda,
ni que le escupan sobre los ojos adjetivos duros acerca de actitudes (¿o eran
aptitudes?) primarias.
Los martillos neumáticos suenan como orquesta
de fondo y las voces, antes apagadas, van arañando como los dedos de la zarza
de septiembre, van ocupando el espacio antes vacío que dormitaba entre
silencios, entre el humo de las almohadas y el respaldo de los sillones.
A lo lejos, suenan tacones
acercándose y corazones alejándose. El eco de las piedras lanzadas al agua
reverbera en la espuma de los recuerdos: ¿qué extraño cuadrante abarca los
movimientos que nunca hacemos, los abrazos implicados, los abandonados
reproches, los actos inconclusos, las caídas reiteradas?
Cae el estío con la fuerza de la
desgana y el viento enfría los descubrimientos tardíos y desagradables de las
sorpresas.
Es tiempo de mudanzas.
La vida…es acordarse de un despertar
triste en un tren, al alba: haber visto
fuera la incierta luz: haber sentido
en el cuerpo cansado la melancolía
áspera y virgen del aire punzante.
Sandro
Penna