En
lo eterno, fluir
bajo
la media cara de la luna,
en
lo improbable de la imaginación,
sobre
risas y asfaltos.
Responder
a las preguntas
sin
miedo al ocaso,
sin
desbrozar el instinto que aleja
la
luz meridiana de lo recitado.
Fluir
sin restañar la chatarra,
con
la convicción del retal dormido
en
el guardarropa de las manchas
o
en el almacén de los andrajos.
Responder
a los instantes,
dar
soluciones a los teoremas,
prender
fuego a los proyectos,
recitar
una oración en la liturgia.
Y
después no decir nada:
cerrar
los labios en el punto
exacto
donde se dejaron, en la ebullición
implosiva
de lo que no se dijo.
En
lo eterno, las disculpas
que
granizan sobre el agua de las retinas
creando
ondas en lo estanco,
espumas
en lo intangible.
Y
después no decir nada:
abarcar
el espacio que sopla entre líneas
elevando
la distancia en segmentos
indivisibles,
mudos y ausentes.
Esperar
sin espera.