lunes, noviembre 16, 2009

Pasado.

“Uno se cree que los mató
el tiempo y la ausencia,
pero su tren vendió boleto de ida y vuelta.
Son aquellas pequeñas cosas
que nos dejó un tiempo de rosas
en un rincón, en un papel o en un cajón.”.../..
Joan Manuel Serrat

Uno se cree que el corazón se ha dormido. En un sueño profundo y anestésico del que no se puede recuperar y para el que no existe cura: una narcolepsia crónica e irreversible. Piensa que aquellos sentimientos o aquellas sensaciones olvidadas en los años, y para las que no había defensa, nunca habrían de volver. El ser humano rara vez se rebela contra las pautas socialmente aceptadas y eso incluye la sensación opiácea que denota la madurez. Se cree, uno mismo, que no volverán las risas de las tonterías en pequeñas conversaciones vacuas, que nunca más latirán las sienes con el pedaleo del rubor cercano, que las expresiones típicas de amor permanecerán aplastadas bajo miles de legajos andrajosos, que el rictus de la mirada será incapaz de acabar con las añejas patas de gallo, que el tacto no siente o que la noche no sirve para otra cosa que no sea dormir o pasear.

Uno se cree que ha vivido bastante. Que, como broma, estas décadas no han estado mal (pero que va siendo tiempo de replegar velas, ahuecar el ala y dejar campo libre a nuevas generaciones de desarraigados), que el vaso rebosa y no apetece mancharse, que todo está visto, oído y asimilado y sólo se desea acabar lo antes posible, que el escenario va oscureciéndose y el patio de butacas luce vacío para una función a la que le queda un acto postrero.

Y hace lo imposible por echarse la realidad a la espalda, ser barco en travesía y errar, como siempre, entre renglones de alcohol y vasos de escritura. Saltar en marcha del carrusel de fotografías que le señalan con el dedo cuando le dicen que son espejos, telarañas destejidas, ramas desnudas, aviones sin motores, cuerpos sin alma. Hace lo imposible por no decir tantas cosas que dice (y no debería) hasta una respuesta inexistente, por convencer y convencerse que las palabras no duelen y sólo duelen los hechos (y, aún éstos, tienen perdones), por imaginar tantas situaciones deseadas o por dormir en el dosel de la madrugada.

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