Le proponían un juego de palabras que
abarcase todas las insatisfacciones.
Le retaban a que sus sueños tuvieran
una redacción imposible acerca de un concepto que habitaba en un absurdo libro
de autoayuda que le dejaron hace tiempo.
Y él colocaba, sin avisar, un pequeño
prefacio y una parrafada, ya escrita, junto a un poema de un libro inacabado.
Sin dar más explicaciones a las
características de haber sido un imbécil sentimental.
No las pidió (ya se encargaron de
explicárselas).
No las había.
En realidad no había nada salvo una
fachada cínica que no conducía a sitio alguno pero que siempre era válida para
sobrevivir: un anticiparse a la burla o el desamparo.
Era todo.
Es todo.
Ellos
saben de su pobre actitud para las cosas perdurables, de su actuación cotidiana
para subsistir, para no mostrar tanta mansedumbre, tanta cobardía.
Ellos saben de mundos irreales que
nunca serán habitados por su incapacidad, por su indiferencia, por la atrofia
de la partícula que mueve una parte oculta del corazón.
Ella sabe que la razón se antepone al
sentimiento.
Él sabe que la amargura mancha y que
el tiempo es un ladrón.
Por
esos tiznes que ensucian su ánimo, por tantas cosas que el tiempo le ha robado,
por tantas citas perdidas y tantas palabras encontradas, es un imbécil
sentimental.
Por necesidad.
Por terminar, aunque sólo sea en
pequeñas píldoras, con las palabras que debe.
Por todo.
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