El
lector es el propietario de cada sentimiento escrito.
Un dios que adopta las palabras
usándolas a capricho, interpretando momentos, adaptando complicidades según
transcurre la lectura.
Recuerda, mientras nota el viento arrastrando
su tristeza, el último poema que amasó con el mimo de la querencia, el grito en
el páramo encharcado de su paisaje.
Recuerda la intención de todo para
que pareciese nada.
De los escombros se crean bellas
ruinas que complementan los encuadres.
Pero él no está ahí para fotografiar
nada.
Dejó de ser protagonista para
convertirse en lector leído.
Incluso le hablaron de gestionar
algo que nunca pensó que habría que hacerlo. Porque la vida no era gestión: era
vivir.
Suena el tono de un improperio bajo
el algoritmo de una incerteza.
Lee, detrás de un tomo estrafalario,
las vicisitudes.
Lee su vida.
Recuerda un dios fotografiando
escombros, protagonizando su vida, gestionando sus despedidas, recordando sus
intenciones.
Se recuerda protagonista.
En la Baraka que deseó cuando el tiempo era dócil e inválido.
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