Observó la manada junto a la puerta.
Si sabes pedalear, tengo
una bicicleta para ti,
le dijeron.
No contestó.
El equilibrio no era el analgésico
recetado para encontrar mejoría, pero bien podría ser el placebo que encauzase
la andadura.
Si te atreves a recorrer
estas calles puedes elegir la que quieras, le insistieron.
Pero sólo supo levantar la mirada y
preguntar en silencio si merecía la pena. Si el empedrado no partiría en mil
las astillas de su esfuerzo.
Las calles no eran más que arterias
necrosadas donde alguna vez fluyó vida. No era necesario caminar por el eco de
los tejidos para darse cuenta que los restos del suelo eran líquidos anestesiados.
Rodar sobre la mugre era igual que
abandonar a una amante de madrugada tras una discusión: efectista pero poco
efectivo.
¿En qué lado de la discusión estuvo
como amante?
Las calles no palpitaban.
Nunca volverían a rebosar luz, como
aquel entonces, ni empujarían los cuerpos que las pisaban con la fluidez de un
torrente.
Si montas comprobarás
que no eres tan viejo como piensas,
aseveraron.
Y ahora sí sonrió porque acababa de entender
el motivo de aquel acto, la fibra de la cortina que tapó el escenario, la
excusa no dicha para cercenar el único hilo que colgaba de la ilusión.
Era viejo, sí.
Pero sabía que nunca abandonaría el
espacio de su recuerdo y, aunque fuera poco, adoptaría unas cuantas marcas
escritas por ella.
Visitas documentadas a lo superficial,
a los superficiales.
Fugaces recuerdos adosados a su
tristeza rutinaria camuflada en seriedad.
Aunque aquella noche torpe, aquellos
días enfermos, no hubiera sentido lo mismo por él: era una mujer poco vulgar.
Volvió a sonreír, esta vez con una
mirada infinitamente triste.
Dame la del sillín rojo.